Cerdo ecológico
A veces nos reencontramos con sabores de la niñez de forma inesperada; a veces también bajo pomposas etiquetas que parecían prometer algo nuevo, distinto, reaparece aquello que desapareció lentamente de nuestras mesas. Esto es lo que me ocurrió la navidad pasada mientras tomaba una sopa de verduras en casa de mis tías abuelas, esto mismo es lo que me ha ocurrido hoy. Con la desgana propia de quien está tranquilamente en su casa y se acuerda, de repente, de que olvidó hacer la compra y de que al día siguiente los comercios están cerrados, me ví forzado a salir a la calle. Compré en el supermercado una bandeja de lomo de cerdo ecológico. Me sedujo la etiqueta. Lo he preparado a la plancha con sal y apenas unas gotas de aceite de oliva. Al darle la vuelta he colocado una fina loncha de queso de cabra fresco. Lo he acompañado en el plato de unas rodajas de tomate y listo. Aquí ha llegado la sorpresa: estaba sabrosísimo. Entonces lo he entendido. Al cerdo alimentado como Dios manda, ese al que no le pinchan con clembuterol y otras porquerías, que ha conocido la luz del día e incluso ha retozado en el barro, le llaman ahora ecológico. Viene con título. El otro, el cerdo cuya carne sabe a agua, ese que hace chispear el aceite en la sartén y se encoge como avergonzado de su mala vida, es el cerdo a secas. En que momento perdimos el gusto o empezamos a pagar como exquisitez lo que antes era corriente en nuestras mesas, no lo recuerdo.
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